San Marcelino
Hacia fines del siglo III o principios del IV,
florecieron con gloria refulgente en la Iglesia de Roma los Santos Marcelino,
presbítero, y su exorcista Pedro, que sufrieron martirio en los días del cruel
Diocleciano, por mediación del vicario Sereno, después de haber convertido a la
fe a su propio carcelero Artemio y sanar milagrosamente a una hija de éste. —
Fiesta: 2 de junio.
Había nacido San Marcelino hacia la mitad del siglo III.
He aquí la noticia histórica que de él podemos dar, entreverada con la de otros
ilustres mártires de la Ciudad Eterna.
El exorcista Pedro, ayudante de nuestro Santo, ejercía
gran poder sobre los demonios, y esto irritó y movió contra el mismo todo el
furor de los gentiles. Puesto en prisión, acusado ante Sereno, vicario del
Imperio Romano, como el mayor enemigo de los dioses, por su mucha reputación y
continuos prodigios, soportó con risueño semblante y apacible gesto muchos
azotes y tormentos, cantando himnos de alabanza al Señor.
Contrastaba semejante alegría con la tristeza del
carcelero Artemio, preocupado por la desventura de una hija suya, poseída de los
demonios. Habiéndola sanado Pedro milagrosamente, Artemio se convirtió a la fe
cristiana, en unión de su mujer, Paulina, la hija posesa y varios vecinos y
parientes.
Fue entonces Pedro en busca de su presbítero Marcelino,
quien, habiéndoles explicado los principales misterios de nuestra Religión y
viéndoles a todos con la mejor disposición, les administró el santo Bautismo, no
sólo a ellos, sino a otros muchos de entre los presos, a quienes Artemio, lleno
de gozo, al sentirse cristiano, ofreció la libertad si querían ser
bautizados.
Al conocer Sereno lo ocurrido, mandó despedazar las
carnes de Artemio e hizo venir a Marcelino y Pedro a su presencia, diciendo a
los dos: «Disponeos para ser tratados de la misma suerte si en este mismo punto
no ofrecéis incienso a nuestros dioses inmortales, renunciando a vuestro
Cristo».
«No permita Dios —respondió Marcelino— que cometamos
jamás tan sacrílega impiedad; no hay más que un solo Dios verdadero, y reconocer
a otro por tal sería la mayor de todas las locuras”.
Enfurecido Sereno, mandó que apaleasen cruelmente a
Marcelino; y cuando vio todo su cuerpo molido, ordenó fuese llevado a un
tenebroso calabozo y que allí lo dejasen tendido en el suelo sobre cascotes de
vidrio, sin agua ni alimentos.
Pero aquella misma noche bajó un ángel al calabozo donde
estaba nuestro Santo —su exorcista Pedro había sido llevado a distinto calabozo
con grilletes en los pies— y haciendo pedazos las cadenas que lo ligaban, le
ordenó que tomase sus vestidos y le acompañó a la prisión de Pedro. Librado éste
de los grillos curóles a los dos y los llevó a la casa donde estaban refugiados
los cristianos que Marcelino bautizara, para que éste los confirmase en la fe y
preparase para el martirio.
Cuando supo Sereno que Marcelino y Pedro habían
desaparecido de la prisión, descargó contra Artemio todo su furor, mandando que
él, su esposa Cándida y su hija Paulina fuesen llevados al templo de Júpiter
para que ofreciesen sacrificios; al negarse a ello, mandó enterrarlos vivos y
cubrirlos de piedras.
Al ser conducidos a este suplicio, nuestro Santo y su
exorcista les salieron al encuentro e iban delante de ellos, con otros muchos
cristianos, acompañándolos y alentándolos para el triunfo. Enterado de ello
Sereno, ordenó prenderlos de nuevo y que fueran degollados. Pero por temor a
alguna sedición de quienes conocían los hechos milagrosos de nuestros héroes,
mandó se cumpliera tal sentencia a una legua fuera de Roma.
Ocurría esto, al parecer, en el año 304. Arrojaron sus
cuerpos a una profunda sima, donde permanecieron ocultos hasta que los mismos
mártires lo revelaron a una piadosa mujer llamada Lucina, la cual les dio
cristiana sepultura.
Tiempo después fueron trasladados de Roma a
Michelstadt; más tarde a Mülheim y finalmente a Salgestadt, abadía muy conocida
en Alemania, donde son venerados.